La masculinidad es como una cebolla: no
hay nada debajo y hace llorar. La masculinidad está hecha de capas y
capas (de ritos, palabras, y significados) que no esconden ningún núcleo
ni ningún corazón. La masculinidad es volátil y es sutil, incluso
cuando no lo son algunas de sus manifestaciones sociales visibles:
violencia, competitividad, e individualismo. La masculinidad forma parte
de un relato mítico mediante el cual se
ofrece a los hombres la tierra prometida (en forma de reconocimiento
social) siempre y cuando se adecuen a las normas de género que les
corresponden. Es una promesa fáustica. Mefistófeles (la sociedad) tienta
a los hombres con engaños y falsas promesas, porque nadie les informa
del precio que deben pagar por acceder y mantener el estatus de hombres
de verdad: “Sé un hombre y todo esto será tuyo”. Pero nadie especifica a
qué precio.
hay nada debajo y hace llorar. La masculinidad está hecha de capas y
capas (de ritos, palabras, y significados) que no esconden ningún núcleo
ni ningún corazón. La masculinidad es volátil y es sutil, incluso
cuando no lo son algunas de sus manifestaciones sociales visibles:
violencia, competitividad, e individualismo. La masculinidad forma parte
de un relato mítico mediante el cual se
ofrece a los hombres la tierra prometida (en forma de reconocimiento
social) siempre y cuando se adecuen a las normas de género que les
corresponden. Es una promesa fáustica. Mefistófeles (la sociedad) tienta
a los hombres con engaños y falsas promesas, porque nadie les informa
del precio que deben pagar por acceder y mantener el estatus de hombres
de verdad: “Sé un hombre y todo esto será tuyo”. Pero nadie especifica a
qué precio.
La masculinidad implica sufrimientos,
esfuerzos, renuncias, y negaciones. También fuerza a asumir riesgos para
probar ante el resto de varones que se merece conservar el estatus de
hombre de verdad y el reconocimiento social que comporta. Vivir como
hombres normativos facilita mantener el beneplácito del resto de
varones; pero hay que probar que se es digno del mismo. Y hay que
probarlo todo el tiempo, en todas las interacciones sociales. Hacerlo
suele ser agotador. En este sentido, las mujeres lo tienen más fácil
porque no deben probar nada (salvo decencia y decoro). Tiene razón
Simone de Beauvoire cuando escribe en El segundo sexo que las
mujeres se hacen a lo largo del proceso social que las convierte en
tales. Pero su punto de vista ha tenido un éxito social limitado. Las
sociedades occidentales, como la mayoría, siguen pensando que es el
hombre quien se hace. Para ello asocian a las mujeres con la biología
mediante la estratagema de definir como naturales funciones sociales
como la maternidad o la alimentación de la descendencia. Creer que “el
hombre se hace” implica que sus atributos pueden malograrse (ya que son
definidos como caracteres adquiridos en el proceso de socialización). Y,
al contrario: nuestra sociedad asume que a las mujeres les es casi
imposible perder lo que la naturaleza les otorga. Por eso, a las
lesbianas con hijos se las piensa antes madres que lesbianas. La
maternidad confirma a las mujeres como tales. Pero la naturaleza no
brinda parecidos instrumentos respecto a los hombres. Por eso la
masculinidad es una condición frágil que puede perderse. Se trata de un
proyecto biográfico y social que no termina jamás, y que siempre puede
cuestionarse.
La masculinidad es una forma de género. Y el género es estructura
social. Se trata de una forma universal de organizar la sociedad. El
género está en todos los lugares y en todas las épocas. El género es
estructura social y es orden simbólico, pero no existe de igual modo en
todas partes. Para entender el papel que mujeres y varones juegan en
distintas culturas es preciso hacer un análisis particular de cada
sociedad concreta y evitar generalizaciones de tipo etnocéntrico. El
género (como la edad) es una variable universal de estratificación
social que regula los roles y el acceso y la distribución de los
recursos. Pero existen algunas sociedades con más de dos géneros, y
otras en las que los atributos que conlleva (para hombres y mujeres) son
distintos de los nuestros. Por eso es un error pensar que el género
actúa de igual modo en todas partes.
El desarrollo de una mirada autónoma y crítica de los hombres sobre sí
mismos está por construir. No existe un movimiento social amplio e
interclasista (análogo al movimiento feminista) que se ocupe de ello.
Por eso, la noción de masculinidad aún está en construcción. Pese a
ello, tanto en nuestra sociedad, como en la mayoría, la masculinidad
tiene un carácter mítico. Los mitos no son evaluados ni testados, pero
constituyen un referente normativo respecto al cual se articulan los
discursos y las prácticas. Así pues, la masculinidad define un modelo
ideal que actúa como referente pero que no tiene traducción real. Y es
que los procesos de socialización siempre producen personas imperfectas
respecto al modelo prescrito (sea por exceso o sea por defecto). Esto
significa que, aunque quiera, ningún hombre cumple de forma estricta con
la masculinidad prescrita en su sociedad.
Salvo los homosexuales y gays, los varones se asocian poco por el hecho
de serlo. Existen, eso sí, una especie de asociaciones de afectados por
el sexismo social nacido de la corrección política: las asociaciones de
padres y de separados y divorciados. Sin embargo, sus discursos de
denuncia política del sexismo que padecen no son tomados en cuenta en un
contexto que, de forma simplista, tiende a definir a los varones como
verdugos ya las mujeres como víctimas. Nuestra sociedad se empeña en
hablar del patriarcado como si este fuera un producto creado por los
varones con el que las mujeres no tuvieran nada que ver (excepto como
víctimas). Hay que desarrollar nuevos puntos de vista sobre todo esto.
La transfobia, la homofobia, y las agresiones contra los hombres que no
dan la talla, también son formas de violencia de género. Hay algunos
varones y también algunas mujeres que oprimen a los demás desde
posiciones hegemónicas de género. Pero ni ser mujer es garantía de nada,
ni tampoco ser hombre debería ser considerado un agravante. Y en
cualquier caso, no debería olvidarse que es imposible liberar a las
víctimas sin liberar, al tiempo, a los verdugos.
esfuerzos, renuncias, y negaciones. También fuerza a asumir riesgos para
probar ante el resto de varones que se merece conservar el estatus de
hombre de verdad y el reconocimiento social que comporta. Vivir como
hombres normativos facilita mantener el beneplácito del resto de
varones; pero hay que probar que se es digno del mismo. Y hay que
probarlo todo el tiempo, en todas las interacciones sociales. Hacerlo
suele ser agotador. En este sentido, las mujeres lo tienen más fácil
porque no deben probar nada (salvo decencia y decoro). Tiene razón
Simone de Beauvoire cuando escribe en El segundo sexo que las
mujeres se hacen a lo largo del proceso social que las convierte en
tales. Pero su punto de vista ha tenido un éxito social limitado. Las
sociedades occidentales, como la mayoría, siguen pensando que es el
hombre quien se hace. Para ello asocian a las mujeres con la biología
mediante la estratagema de definir como naturales funciones sociales
como la maternidad o la alimentación de la descendencia. Creer que “el
hombre se hace” implica que sus atributos pueden malograrse (ya que son
definidos como caracteres adquiridos en el proceso de socialización). Y,
al contrario: nuestra sociedad asume que a las mujeres les es casi
imposible perder lo que la naturaleza les otorga. Por eso, a las
lesbianas con hijos se las piensa antes madres que lesbianas. La
maternidad confirma a las mujeres como tales. Pero la naturaleza no
brinda parecidos instrumentos respecto a los hombres. Por eso la
masculinidad es una condición frágil que puede perderse. Se trata de un
proyecto biográfico y social que no termina jamás, y que siempre puede
cuestionarse.
La masculinidad es una forma de género. Y el género es estructura
social. Se trata de una forma universal de organizar la sociedad. El
género está en todos los lugares y en todas las épocas. El género es
estructura social y es orden simbólico, pero no existe de igual modo en
todas partes. Para entender el papel que mujeres y varones juegan en
distintas culturas es preciso hacer un análisis particular de cada
sociedad concreta y evitar generalizaciones de tipo etnocéntrico. El
género (como la edad) es una variable universal de estratificación
social que regula los roles y el acceso y la distribución de los
recursos. Pero existen algunas sociedades con más de dos géneros, y
otras en las que los atributos que conlleva (para hombres y mujeres) son
distintos de los nuestros. Por eso es un error pensar que el género
actúa de igual modo en todas partes.
El desarrollo de una mirada autónoma y crítica de los hombres sobre sí
mismos está por construir. No existe un movimiento social amplio e
interclasista (análogo al movimiento feminista) que se ocupe de ello.
Por eso, la noción de masculinidad aún está en construcción. Pese a
ello, tanto en nuestra sociedad, como en la mayoría, la masculinidad
tiene un carácter mítico. Los mitos no son evaluados ni testados, pero
constituyen un referente normativo respecto al cual se articulan los
discursos y las prácticas. Así pues, la masculinidad define un modelo
ideal que actúa como referente pero que no tiene traducción real. Y es
que los procesos de socialización siempre producen personas imperfectas
respecto al modelo prescrito (sea por exceso o sea por defecto). Esto
significa que, aunque quiera, ningún hombre cumple de forma estricta con
la masculinidad prescrita en su sociedad.
Salvo los homosexuales y gays, los varones se asocian poco por el hecho
de serlo. Existen, eso sí, una especie de asociaciones de afectados por
el sexismo social nacido de la corrección política: las asociaciones de
padres y de separados y divorciados. Sin embargo, sus discursos de
denuncia política del sexismo que padecen no son tomados en cuenta en un
contexto que, de forma simplista, tiende a definir a los varones como
verdugos ya las mujeres como víctimas. Nuestra sociedad se empeña en
hablar del patriarcado como si este fuera un producto creado por los
varones con el que las mujeres no tuvieran nada que ver (excepto como
víctimas). Hay que desarrollar nuevos puntos de vista sobre todo esto.
La transfobia, la homofobia, y las agresiones contra los hombres que no
dan la talla, también son formas de violencia de género. Hay algunos
varones y también algunas mujeres que oprimen a los demás desde
posiciones hegemónicas de género. Pero ni ser mujer es garantía de nada,
ni tampoco ser hombre debería ser considerado un agravante. Y en
cualquier caso, no debería olvidarse que es imposible liberar a las
víctimas sin liberar, al tiempo, a los verdugos.
Oscar Guasch
Departamento Sociología.
Universidad de Barcelona.
oscarguasch@ub.edu
Universidad de Barcelona.
oscarguasch@ub.edu
Fuente WordPress Los Disidentes